Las aventuras: segunda parte

Siguiendo con la entrada anterior —las aventuras dan para mucho—, hoy sigo con aventuras y su impacto en mi literatura (la de los libros que he leído).

Las aventuras despiertan lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Son maravillas que no suceden de normal y que, sólo por eso, se han ganado un lugar en la Literatura, digno de ser recreado y disfrutado cada vez que un lector recorre las páginas de sus libros. También nosotros las vivimos, aunque sea del modo acomodaticio usual: en un sillón, en la cama, quién sabe si en una terraza, con una cerveza o un café a la vera para asedar la garganta cuando la intriga de la historia hace que se sienta árida como el tacto de un lagarto del desierto.

Pero las vivimos, desde que se inicia la lectura y mientras nos hallamos sumergidos en ella. Nos gustaría estar ahí, en la piel de alguno de los personajes, para gozar con esas sensaciones excepcionales que no se dan en nuestra vida, tan rutinaria, tan “normal” —sea lo que sea eso—, por mucho que algunos se empeñen, a golpe de posados en las redes sociales, en vestir de extraordinario lo que mata de tan ordinario.

Podríamos ser Robinson Crusoe sobreponiéndonos a todos los obstáculos, capaz de volver a nuestra casa tras 30 años, para descubrir que ya no es como la recordábamos. O el héroe Ulises, que a fuerza de ingenio y amistades dudosas también libra batallas, salva a sus compañeros y retorna al hogar a tiempo de recuperar a su familia. O el gran Huck Finn —siempre me gustó más que su amigo Tom—, niño respondón, libérrimo y aventurero sin igual a la vera de cualquier río. Sin ser algo exclusivo de lo infantil, los niños siempre tendrán un lugar privilegiado entre el público del género aventurero y los viejos retornaremos a aquellos tiernos años con cada novela de aventuras. Yendo más allá, al leer libros de aventuras, uno puede ser tan malvado —todo gran libro de aventuras ha de tener villanos, aunque no se muestren con forma humana—, o incluso lo que hoy se llamaría degenerado, como las leyes y las sociedades autoimpuestas no nos dejan —véase “Lolita”, libro no especialmente aventurero más que en lo mental, por poner quizá el más afamado ejemplo.

Es esa una de sus grandes virtudes. Relegando las aventuras a la cárcel de sus páginas, viviremos tantas, tan heroicas y tan oscuras como deseemos, nosotros o nuestro subconsciente. Podremos ser, incluso, más grandiosos que los aventureros de la tediosa y cruel vida real, tan escasos y tan magníficos, erradizos por ahí faltos de compañía y reconocimientos. Y es una experiencia variada, pues nunca nos casaremos con un solo tipo de aventuras: se puede ser escalador, piloto, hechicero, amante, guerrero, caníbal, explorador, dictador o misionero casi a la vez, con solo pasar de un libro al siguiente. ¡Quién pudiera!

Felices lecturas.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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