La Plaza – El Diario Montañés

La inspiración para estas letras llega, como otras veces, tras un inofensivo paseo por el pueblo: resulta que han arreglado la Plaza.

No se trata de las obras en sí: de si están bien o mal, de si podían haberse hecho mejor o peor, de si el resultado final gusta más o menos, o es más o menos útil. La cuestión es que la Plaza ha cambiado mucho, se mire desde cuando se mire. Y no solo de apellido, que para alguno es el cambio de mayor trascendencia.

Uno siempre piensa que lo suyo —lo de su época, de la propia niñez— es lo mejor, pero tampoco va de eso. Seguro que ahora la accesibilidad es óptima; que el aparcamiento está mejor ordenado; que el mosaico del escudo que hoy gobierna es más atractivo para un selfi que la farola que en su día causó más accidentes a los niños que de ella se colgaban que los que evitó merced a la luz que regalaba; que los bancos de madera actuales son más cómodos que aquellos de bordes curvados y hormigón picado a los que se saltaba para llegar a casa jugando a polis y ladrones…
¿Y si uno se retrotrae un pelín más? Postales de inicios del siglo pasado provocan aún más sobresalto en la memoria: cuando el piso era de empedrado y tierra; cuando no estaban aún los plátanos o eran no más que unos pimpollos con tres rodrigones cada uno que los guiaban para crecer fuertes hacia lo alto; cuando los coches aparcaban en batería junto a la carretera, o cuando en vez de automóviles únicamente orlaban la Plaza mulas, carros y peatones… Si no estuvieran ahí los soportales, como notarios inamovibles del paso del tiempo, o se mantuviesen eventos como las verbenas, se podría pensar que es otra plaza la que muestran esas fotografías.

Sin embargo, antes era más… salvajemente acogedora. No encuentro palabras que describan mejor el contraste entre los recuerdos de antaño y lo que hogaño se puede ver.

Los niños, incluso los más torpes, trepaban por los troncos retorcidos y era como si escalasen el Everest, aunque los nudos —como enormes verrugas— de los árboles y las ramas bajas permitiesen aquí una ascensión mucho más sencilla que allá en el Himalaya. Cualquiera se sentaba en sus bancos —seguramente más incómodos que los actuales, vale— y si tenía hambre, o sed, o lo que fuese, con acudir a sus esquinas a los kioscos de Grande y El Ártico podía surtirse de lo que quisiera: desde helados, flashes y gominolas, hasta librillos de Estefanía, Silver Kane o Corín Tellado. Cada sábado, el mercado latía de ruidos y género al por menor. Se jugaba a todo, según dictase la moda de cada momento: al balón, al boti-boti, con el Sancheski o la peonza, aunque las baldosas y sus acanaladuras complicasen estos últimos. Caídas, risas y conversaciones eran las vecinas de los habitantes de la Plaza en esos tiempos. Si no llovía, claro.

Y el culmen de lo salvaje llegaba cuando, tras el verano, la poda de los plátanos desembocaba en guerras no declaradas entre cada uno de los barrios de San Vicente: el Cantón contra la Barrera, la Barquera contra el Pueblo… todos contra todos. Las ramas caídas en el suelo se aprovechaban como improvisadas —o no tanto— armas. Nunca la palabra guerra, aunque provocase rasponazos, moratones o carreras asustadas consecuencias de juegos indefendibles para el biempensante adulto actual, dio menos miedo que entonces, en aquella plaza tan distinta. En esa otra Plaza. En la Plaza, la que nos acaban de arreglar.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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