El tren I – El Diario Montañés

Este no es lugar para hablar de necrológicas. Para eso hay otra sección. Sin embargo, el tren, entendido como medio de transporte (así será para todo lo que sigue), no como vehículo, no ha muerto, pero casi. Dicho sea para San Vicente, claro.
El tren I

Gusta más usar la palabra «tren» que «ferrocarril», aunque esta última sea más adecuada, para hablar de este sistema de comunicación. Se siente más cercana, más fácil de acceder. Y esto es importante para algo que, aunque parezca sencillo (una máquina deslizando sobre raíles que arrastra unos cuantos vagones), no lo es en absoluto.

Siendo estrictos, el tren, aquí, ni siquiera pertenece a San Vicente, sino a La Acebosa, por innegable cercanía. Es de suponer que fue esa idea franquista de priorizar los núcleos más importantes en perjuicio de las aldeas la que hizo que la estación de trenes de La Acebosa se nombrase como de San Vicente de la Barquera. Y así se sigue. Pero la realidad, terca ella, se empeña en hacer ver que las vías trazan una pronunciada curva, que anticipa la escasa velocidad con que se circulará, pero siempre sin llegar a la villa. La curva separa los dos tramos principales las vías: uno en dirección Este-Oeste, que es el que se acerca más a La Acebosa y que debe ser cruzado por un puente para salvar el camino que lleva a Las Calzadas; y el otro que, en dirección Noroeste-Sureste, se dirige (o se aleja, según se mire: es una de las maravillas de los viajes, que tienen una única dirección, pero dos posibles sentidos) hacia el interior, hacia la siguiente estación/apeadero: El Barcenal.

La visión de las vías sugiere un destino, un más allá. No se sabe dónde llegarán esos caminos de hierro, pero se sabe que conducen hacia algún lugar, sea el que sea. Y lejano, además. Para ir aquí al lado no se hace tanta obra: se va por un caminillo cualquiera, en bici, en coche o caminando.

Esa sugestión de lejanía, aumentada por lo escaso de su uso, aporta a las vías del tren un carácter misterioso que no tienen las carreteras. Al mirar los raíles que se pierden entre los árboles, es como si la recta civilización se adentrase en un bosque sin domesticar que no se sabe dónde acabará.

Las estaciones de entonces se diseñaron como churros, todas iguales, siempre que no fuesen de una ciudad importante, claro. Esas podían tener en sus proyectos formas y detalles singulares que las hicieran destacar de los aburridos edificios que las circundaban. Pero como no es el caso, la de La Acebosa es muy similar a otras tantas que hay diseminadas por el territorio patrio.

Entre higueras y al lado de carreteras abandonadas, la estación dormita. Porque viva, lo que se dice viva, no lo está mucho. En un día normal hay un par de trenes por sentido, o debería haber. El edificio de la estación está limpio y aseado. El metal de las los paneles de información, bancos y papeleras reluce en un día de sol. Los letreros indicadores son correctos: señalan bien los rumbos que tomar y el lugar en el que el viajero se halla. El cartel con los destinos y sus horarios aparece claramente colgado de una pared. Una rampa de elevación para discapacitados actualiza incluso las condiciones de acceso al vehículo.

No engañarse. Es un disfraz pergeñado con artería para vestir de actual lo caduco. Un análisis algo detallado de lo anticipado arriba desmiente tanta perfección. Pero el límite del papel obliga a dejarlo para otro día…

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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