No sé la razón, pero me gusta la lluvia. Para lo bueno y para lo malo. De no ser por esta lluvia, pausada y constante, ¿cómo íbamos a gozar de este verde, tan nuestro? Es un verde brillante, eterno, envidiado sin disimulo por las mesetas castellanas peladas al sol y los hormigones levantinos raídos por aguaceros desbocados.
En Homeria llueve. Llueve mucho. Demasiado, tal vez. A veces de lado, como aquí. Es una tierra dura y, por ello, he tenido que pintarla con un clima áspero, que hace a sus gentes tan duras como él mismo. También congela la nieve y quema el sol y araña el viento y ciega la niebla. Pero, sobre todo, llueve. Quizá por eso, en días como hoy, la lluvia que golpea el rostro y las ventanas me recuerda de lejos a esta Homeria nacida de mi cerebro enfermo y, de paso, cuán placentero es sentirla de lejos con una taza de café en una mano y un libro en la otra.
Felices lecturas.