La aventura y los impedimentos para escribir

Hace algún tiempo llamé «ingenieros de la Literatura» a los grandes autores de antaño, esforzados en escribir tanto y tan bueno…
231216 dificultad para escribir

Lo hice pensando en que eran capaces de acometer como si tal cosa la enorme tarea que supone escribir incluso cuando no se quiere, gestar una novela sin la ayuda tecnológica que, hoy en día, supone incluso el más simple de los ordenadores.

Este pensamiento volvió a llamar a mi puerta hace unos días, pensando de nuevo en el esfuerzo que habría de suponer esta tarea si, en vez de mis confortables teclado y pantalla, hubiera una hoja en blanco y, ante mí, una pluma que manchase mis dedos de tinta o una Olivetti con cinta roja y negra que supusiese un ejercicio no pequeño para mis dedos, cada día más vagos y enfermos. Mi «máquina de escribir digital» es, para esa única función, sin pensar en el resto de sus capacidades (las más relevantes, de hecho), un invento tan relevante como lo fue la rueda para la Humanidad.

Tras unos días que deberían haber sido dedicados a descansar y que en cambio se usaron para terminar un trabajo pendiente (¡ah, esa manía de aprender, aunque sean cosas que no me gustan, pero me interesan…!) terminé el pasado puente más cansado de lo que pensaba, sin haber realizado esfuerzo físico o intelectual que lo justificase.

Intenté curarme con el remedio de siempre: escribir.

Pero hete aquí que, sentado ante el teclado, tras algunas horas de volante, el conocido jarabe privado que mezcla imaginación y trabajo no supuso la habitual dosis de mejora en mi ánimo. Mi mano se iba a mi barbilla con más frecuencia de lo habitual, mientras pensaba en la siguiente tecla a pulsar, incapaz por un instante de saber cómo continuar la narración.

Y eso, pese a todas las facilidades que supone la tecnología.

Lo dejé.

¿Es esta la famosa maldición el escritor que no sabe lo que escribir? Nunca me había atacado. ¿O será simplemente el residuo de un agotamiento que nació como mental y terminó como físico? No debería influir en mi capacidad para escribir. ¿Estaré bloqueado nada más que hoy o será para siempre? No tengo ni idea, ni pretendo saberlo. Hasta ahora, toda esta aventura ha seguido sus propias reglas, sin guías, maestros, normas o aprendizajes que vinieran de más allá que de algún bienintencionado consejo.

Como pequeño consuelo, noto que no tengo problema alguno para escribir esto que estás leyendo. Estas palabras surgen con la misma facilidad de otras ocasiones y, como siempre, sólo me detengo para revisar alguna expresión, cambiarla por mi permanente persecución de lo mejor o buscar algún dato.

Quiero pensar que es (que fue, ya se relegó al ayer y veremos si continúa ahí mañana, cuando vuelva a ponerme ante la historia) simplemente algo coyuntural, relativo solamente a una parte de mi faceta escritora que sucede en estos días, y no algo sistémico, más preocupante.

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Pero sentir la dificultad para poner negro sobre blanco las desventuras de mis sufridos personajes hizo que atacasen mi mente imágenes de escritores, recluidos en un oscuro cuartucho, con la sola luz de un raquítico quinqué, sus yemas negras de tinta y sus ojos lastrados por cataratas o miopía tras tanto esfuerzo. Ante ellos, papeles (o papiros) llenos de tachones, hijos de los cambios realizados sobre la primera versión de aquel manuscrito, nunca tan bueno como se desearía.

Eco, en «El nombre de la rosa» hizo un gran trabajo al reflejar algo de esto en su maravillosa novela, con reflejo más visual en la no menos maravillosa película.

La imagen que (no sé cuándo) vi de una página manuscrita del gran Fiodor cuando estaba ocupado con «Los hermanos Karamazov» llegó a mí tras la de Guillermo de Baskerville y no me abandonó por un buen rato. Aquí os la regalo.

¿Hace falta ser pulcro y ordenado, entonces, para gestar una gran obra? Por supuesto que no. Quienes me conocen saben que tengo algo de esto, de cierta afición enfermiza al orden, pero no para todo. De seguro que mis textos, sin la ayuda de un ordenador, tendrían aún peor aspecto, llenos, no ya de tachaduras, garabatos o dibujos a vuelapluma, sino de negruras informes con más manchurrones de tinta que espacios ocupados por letras o por nada.

Ahora, que es algo que viene bien, seguro. Que lo agradecerán los revisores o primeros lectores, por supuesto. Solamente de pensar que alguien pudiera hacerme llegar algo como lo que muestra esta foto, pero multiplicado por 300 páginas, y me pidiera que lo leyese y diera mi opinión, me tiemblan las rodillas.

Mas no es imprescindible tener los escritos como una patena ni saber de todo para crear novelas dignas de perdurar por siempre, como queda demostrado con tanto de lo que nos llegó de antes del siglo XX y como dijo un insigne vallisoletano al afirmar que «para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer París ni haber leído el Quijote. Cervantes, cuando lo escribió, aún no lo había leído». En ello confío mientras sigo buscando cada día la excelencia de mis textos.

Por todo esto, aunque sea por el efecto de una comparación tan injusta como osada, y por los grandes ratos que nos hacen pasar a todos, que vivan por siempre entre nosotros las emborronadas, farragosas, liosas y sucias obras de los (mal llamados seguramente, pero me da igual) ingenieros de la Literatura.

Felices lecturas.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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