Adelanto de «Mundo que sufre, mundo feo»: la batalla

La espera es larga. Es axiomático.
220530 batalla adelanto MQSMF

En estos momentos, mientras aguardo la llegada de la criatura, uno tira de cualquier estratagema para vencer la desazón. Justo tras esa inquietud, viene la vagancia. Esto que sigue es un extracto escogido sin criterio ni intención, un adelanto de lo que está por venir que, cuando ya se tiene escrito, se aprovecha para estos retales de inspiración que abandono aquí cada cierto tiempo.

Sin más preámbulos, para atenuar la impaciencia de mis lectores y la propia, aquí os dejo lo prometido unas palabras más arriba. Imaginad que sois un guerrero que pasea su mirada por el paisaje donde acaba de jugarse la vida, donde quedó en el tomo pasado la contienda entre Mongaut y Ferrison. Lo que veis será algo como…

«Los campos de batalla, una vez esta finaliza, son un extraño pero poderoso reflejo de las miserias humanas. La calma sucede a la agitación y la lucha, como la noche sosegada sucede al día bullicioso cada día en una gran ciudad. El tufo dulzón de la sangre mezclada con restos de otras excreciones —sudor, orines, heces, mocos, lágrimas— impregna todo, como sucede en un matadero o en un templo zolroxpasio. Ecos de lamentos, lloros y aullidos pretéritos resuenan en silencio, haciéndose evidentes por ausentes, mezclándose con los que aún campan por el aire, igual que el pasado y la realidad actual definen la esencia de los pueblos. 

En Los Charcos, a todas estas maravillas aunábase el efecto de seres fantásticos y tan irreales que, si no hubiéralos visto con sus propios y añosos ojos, el general Jorge Barry hubiera dicho que no habían pasado por allí.

El día anterior, allí habíanse enfrentado dos ejércitos, en lo que pretendía ser la batalla decisoria de la contienda iniciada hacía ya casi dos años, el día del Consejo y la muerte de la pequeña duquesita, Felidora Ferrison. Sin embargo, la lucha terminó siendo un caos con invitados indeseados e inesperados, olvidados los planes que había diseñado Barry junto con el hijo del conde, Lucas. Cadáveres con libreas de todos los colores sembraban la ladera norte del Arbejal. Era el paraje que ellos mismos habían escogido para la batalla, intentando que su desventaja numérica ante la tropa furtiveliana tornase en ventaja, merced a la posición elevada en el inicio de la liza. Los únicos colores comunes aquí y allá eran el sanguino que todo salpicaba y el tiznado de lo quemado por el aliento de los dragones.

El propio Barry, de normal pulcro y cuidadoso con su apariencia como el general al mando de los ejércitos de Otonomia que era, intuía su imagen aquel amanecer como la de alguien abollado, apaleado, desaseado, apestando a sudor y restos humanos. Incluso su reputado mostacho estaba sucio, con restos de babas y todo un lado manchado de sangre, por fortuna, ajena. Igual estaba el resto de su rostro, una vez perdida la celada en algún momento de la batalla que no alcanzaba a recordar. La hechura de héroe de los de antaño, siempre calzada la armadura brillante, robusto y alto y digno y tieso, sin nada que recordase sus cincuenta y cinco años, que usualmente acompañaba al general de los ejércitos otonomios, Jorge Barry, aquel día habíase quedado dormida entre el barro de la batalla.

Desde que llegaron las aves nada discurrió como estaba planeado. Los dragones alteraron su estrategia. En su interior el general ya había contado, secretamente, con que apareciesen. Tuvo que hacerlo, a la vista de la sed de sangre que aquellos monstruos exhibían. Siempre aparecían en cada una de las más importantes de las batallas contra los Ferrison.

Más de la batalla:

Para los dragones, si tamaña osadía pudiera decirse, estaba preparado. Para los buhotrones, no.

Para un general que comanda ejércitos, que planifica cada detalle de lo que concierne a sus hombres, armas y pertrechos antes de una lucha, experto por veterano en estrategia y poliorcética, la aparición de aquellos seres indómitos e imprevisibles, que convertían sus órdenes algo tan valioso como el eructo de un cerdo, constituyó una derrota acaecida antes del fin de la batalla. Llegaron de todos lados. Atacaron por todas las partes. Matáronse entre ellos. Devoráronse mientras a su lado otros morían o intentaban no hacerlo. Era aquel un tipo de guerra para la que no había recibido instrucción. Mas había llegado para quedarse. Recordó que, cada cierto tiempo, un avance en la tecnología de los hombres, como lo fue el invento del arco, por decir uno, suponía que las reglas de la guerra cambiasen. De normal era para que las luchas fuesen aún más letales, dando así al progreso el tinte maléfico que nunca quiso tener.

Pero lo que sucedía en esos días con las bestias era diferente. Esta nueva clase de lucha no la promovían los hombres, sino que manaba del ansia de matar de unos monstruos ingobernables.

Levantose. Llevaba sentado demasiado tiempo. Debía organizar los despojos que habían quedado de sus hombres, buscar a Lucas, al mago, al capitán Bewlin y sus ballesteros… ¡Había tantos desaparecidos! A Skrullton «Culo de Toro» no hacía falta buscarlo: si estaba vivo ya aparecería por sus propios medios. Aquel gigantón tuerto que comandaba a sus paisanos isiahrios era imposible de vencer salvo acabando con su vida. Una vez localizados todos ellos, o quien hubiese sobrevivido a aquella jornada tan aciaga como extraña, podría hacerse una idea de cuántos de sus efectivos estaban todavía en condiciones de combatir por el condado Mongaut. Solo entonces sería capaz de organizar la lucha aún por venir. Hasta que, más temprano o más tarde, la paz llegase. Al fin.

El primero era Lucas, hijo y heredero de su señor.

—¡Lucas! ¡Señor Lucas! ¿Dónde estáis, señor? —comenzó a gritar el general por entre los charcos y las colinas.

Solo respondieron el eco, que rebotaba en las paredes de las montañas, y los graznidos de los cuervos. El resto del campo de batalla continuaba inmerso en un silencio opresivo, caluroso, doloroso casi, por extraño, por falto de los lamentos y los lloros que siguen a todas las luchas. Hasta en eso era inusual aquel día».

En breve, más.

Felices lecturas.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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