El éxito literario

El éxito de un escritor y el éxito propio, dos cuestiones sobre las que meditar.
240310 el exito

Esta semana, un buen amigo me envió un extracto de un texto (supongo que estaba leyéndolo) que hablaba de la búsqueda del éxito por parte de los escritores. Como después puso mi nombre precedido de una @, entendí que, en algún modo, lo dedicaba a mi persona. O a la parte de mi persona que se disfraza de escritor de tanto en tanto.

Aquí lo transcribo (averigüé tras preguntar y una mínima investigación, que forma parte de Cartas A un Joven Novelista, de Mario Vargas Llosa), para que cada uno pueda compartirlo, afirmarlo, dudarlo, discutirlo o, incluso, tirarlo a basura de los pensamientos:

«Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el prestigio social de un escritor, tienen un encaminamiento sui géneris, arbitrario a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas son cosas distintas».

Lo primero que me viene a la cabeza es la poca valoración que hace del éxito quien está sobrado de él, y la imagen inmediata es la de la guapa de la clase quejándose de lo difícil que es su vida por ser tan guapa.

El ensayo en cuestión lo publicó en 1997. Vamos a suponer que lo escribiera poco antes, cuando ya había recibido el reconocimiento mundial (o castellanoparlante, al menos) en forma de premios como el Planeta, el Cervantes o el Príncipe de Asturias de las letras, por nombrar algunos. El Nobel todavía no, pero faltaba poco.

También había escrito ya en ese año la mayoría de sus grandes novelas, aunque siempre éstas pueden estar por llegar. En fin, que Vargas Llosa era alguien sobradamente preparado para tratar, incluso para osar dar consejos a ese supuesto «joven novelista», acerca de lo que es el éxito.

Ahora, sin despreciarlo, en el extracto en cuestión sostiene, con razón, que no es la persecución de ese éxito la motivación esencial que ha de llevar al escritor a perder horas de sueño para contar su historia. ¡Toma, claro!, como diría Don Camilo.

Es sencillo despreciar, o relegar al un papel residual, la búsqueda del éxito para un feto de escritor, dicho desde una mesa del restaurante La Coupole en París o el apartamento en la Rue de Saint Sulpice, donde moraba Vargas Llosa por entonces. En sus inicios quizá conociese la frugalidad de todo escritor que se preciara, pero para aquel entonces había quedado ya muy lejos el chiribitil en el apretadito Hotel Wetter y estaban por llegar los 27 baños de Villa Meona.

De igual modo, pueden leerse sus palabras mirando hacia el horizonte opuesto. Habla de la búsqueda del éxito alguien que la conoció y quien, si no miente como un bellaco, sólo cuando la abandonó y se centró en su vocación y en el trabajo halló su camino en la Literatura y, tras ese instante de inspiración divina, el éxito.

Más sobre el éxito:

¿Y yo? ¿Qué relación tiene con el ansia de éxito quien suscribe? No me quita el sueño, la verdad.

Ese éxito (esperado con ilusión, no lo niego) que algún día llegará (sé que llegará) a mis novelas y, por ende, a mí como su autor, no es mi soporte cuando estoy cansado pero me obligo a seguir tecleando, ni la correa que tira de mí cuando quiero dejarlo por un tiempo, harto de no ver avances.

Disponer de un trabajo que pone alimento en mi mesa, insulina en mi nevera y ropa de abrigo en mi armario me evita tener que lanzarme a la persecución de ese éxito literario con el convencimiento de un kamikaze. Simplemente, con mucha dedicación, eso sí, pongo sobre el papel las historias que, desde que cogí el primer libro y bebí de él como el sediento que acaba de llegar al oasis, pululan por mi cabeza, dándose codazos por salir de ella.

Así, sigo definiéndome como un ingeniero que escribe, en tanto no sea, aunque trabaje para ello con denuedo, un escritor que además es ingeniero, como mis precedentes Echegaray o Benet.

¿Escribo las historias orientadas a ese éxito? Rotundamente, no. Escribo lo que me sale, como me sale y como me han enseñado las charlas con los amigos, los libros consumidos, las películas u obras de teatro disfrutadas y mi mente enferma. Si así fuera no escribiría una novela fantástica de más de dos mil páginas en sus cuatro libros cuando hay tantas por ahí mucho más sencillas de leer y, por tanto, de comprar.

Nunca (creo que puedo decirlo, aunque nunca sea una palabra tan enorme, si bien menos que jamás, todavía más rotunda) escribiré una historia porque la temática sea la que está en los primeros puestos de ventas. Nunca crearé un personaje siguiendo los designios de la moda o el bienpensamiento de la semana. Nunca el final de la novela será el que se ajuste a la corriente dominante porque así convenga.

No es rebeldía, no os confundáis. Tengo de rebelde lo que de cura párroco. Simplemente no me da la gana y creo que la historia, esa en la que llevo tanto trabajando, no lo agradecerá. Y yo, cuando escribo, me debo a mi historia y a mis lectores, en ese orden.

Sin saberlo, sin pretenderlo, resulta que hago bastante caso de la doctrina del amigo Mario y de su acomodado, bienintencionado y algo inocente pensamiento, sumido en la hermosura de la derrota y en ese convencimiento de que cuando uno muera, entonces y sólo entonces, el mundo reconocerá, amará y sucumbirá a la calidad de su obra.

A todo lo más que llegaré será a cambiar en mi texto alguna palabreja, como minusválido por discapacitado, por ejemplo. Aunque el motivo principal no sea porque busque la aprobación de mis futuribles lectores y, con ello, el éxito, sino porque creo más respetuosa la palabra y más acertada para lo que pretendo contar.

Aunque, si mi historia está ambientada en el viejo oeste, por poner un ejemplo, no voy a hacer que un personaje que va por ahí matando colonos a decenas con su Colt 45 mientras escupe tabaco sin limpiarse el bigote pronuncie la palabra discapacitado. Seguro que ni la conoce. Él dirá retrasado, imbécil o subnormal, y la coherencia de mi texto así lo reflejará.

¿Para qué cambiar? ¿Para quizá lograr unos millones de lectores, imposibles de garantizar? Va a ser que no. El éxito, cuando llegue, quiero pensar que lo hará a su ritmo, sin prisas, porque acarrea peligros en los que nadie piensa hasta que se topa de bruces con ellos: «Un tonto nunca se repone de un éxito», dijo Wilde. Y nadie me ha podido asegurar que yo no sea tonto.

De los supuestos cursos para ser un escritor de éxito que se anuncian con esas mismas palabras como anzuelo, prefiero no hablar.

Y ya que hablamos de la cuestión, una recomendación de esas que no hago: Erasure, libro de Percival Everett que trata el tema sobre el que llevo desbarrando unas líneas y otros muchos, a mi juicio de un modo muy acertado y para alguno, hasta revolucionario. Para quienes prefiráis el cine, American Fiction, que espero gane el óscar al mejor guion adaptado este año, basada en ese mismo libro, también es una buena píldora para hacernos rugir las tripas de la cabeza durante un par de horas.

Felices lecturas.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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