Los parajes de «El Libro Lacre»

La deuda que tenía y finalmente saldé ayer, de no conocer las Médulas, logró maravillarme y hacerme reflexionar sobre los parajes que se introducen en los relatos.
231008 los parajes

Un libro como «El Libro Lacre» ha de contener, casi por obligación, lugares que estimulen la imaginación del lector, que hagan pensar que el viaje a ese mundo que se está describiendo merezca la pena y, por qué no, el asombro. Eso se consigue con parajes como el de las Médulas: asombrosos, magníficos, mágicos… podría seguir adjetivando hasta cansarme.

Hago un repaso mental (en el que me olvidaré alguno, sin notas de consulta, mi obra ha terminado siendo demasiado extensa) de alguno de esos parajes espectaculares que finalmente introduje en mi primera aventura y encuentro unos cuantos que me hacen sonreír.

La entrada al puerto de Verdelineta (a la que tengo especial cariño, algún día contaré por qué), la Punta de Mero Mayor o la entrada al Valle Plateado en «Todos los días muere alguien»; la Fronda Roja, el Paso de Cors que horada los Montes de la Vida, el Risco de la Gaviota o el ascenso hacia la Torre del Cormorán en «Sin tierra ni patria»; el Cenagal del Hambre, los Acantilados Sibilantes, los estratos irisados de los Montes Delirantes donde la razón es sustituida por la locura o la extrema dureza de la Landa Pelada, que los lugareños llaman Kilraizpa, en «Mundo que sufre, mundo feo»; la perennigélida Ruta Estrecha donde el meón del hielo logró su fama, los pastos de piedra del Páramo del Sur o las minas Wealtins ocupadas por la tropa negra en el inminente «Epílogo en sangre»

Son todos parajes fastuosos con los que gocé tanto al contar cómo eran, que en la mayor parte de los casos me extendí demasiado y tuve que amputar las descripciones para la versión que finalmente vio la luz.

Hay otros muchos parajes más modestos, quizá, con menos trascendencia en la trama, tal vez, pero a los que miro y me nace una sonrisa en los labios, por motivos varios que se extenderían por varias entradas si los contase.

El embarcadero del Bosque de Piedra en el que los Mongaut dejan atrás el Cantorh en su vuelta a casa, la aldea de La Piedra, donde Córnel y Lenn hacen la primera noche tras sus caminos o el desfiladero Seisojos con su Balcón de Todos los Dioses, donde buhotrones y dragones se topan por vez primera en la historia.

Más sobre los parajes de «El Libro Lacre»:

¿Y las ciudades? Dediqué bastante tiempo a pensarlas, a diseñarlas, funcionales, coherentes y hermosas. Desde la primera letra consideré como obligación no sólo que los lugares de estos dejasen al lector con la boca abierta, sino que fuesen totalmente plausibles. Mi mundo debía ser vivible.

Como animal de costa que soy, tengo especial querencia por las poblaciones costeras, de las que me he extendido contando cómo son en varias ocasiones: la Ciudad del Faro, Verdelineta, Cabrachina, Breme o, por ser el último destino de mis desvelos, la impresionante Reina de los Mares son buenos ejemplos.

En otras poblaciones, menores en tamaño pero no en trascendencia, tienen lugar hitos clave en el argumento, momentos sin los cuales el destino de mis personajes no sería el mismo. Lugares como Beria, Riberálamo, la llanura del Río Rojo, la aldea de Piobezapak, el paraje de Los Charcos en las Montañas del Corte, la aldea de Antehielo, clavada al pie de las Montañas Heladas o el molino del Hoizu en Los Álamos, por citar alguno.

¿Son todos ellos parajes dignos de una novela como ésta? Me gusta pensar que sí, aunque no soy yo quien debe emitir su juicio, sino vosotros, lectores y, algún día, los estudiosos de mi obra. 😉

¿Son parajes merecedores de figurar en una novela de género fantástico? Las comparaciones con los grandes maestros que han orientado mis palabras hasta donde hoy me hallo tal vez las hagan encogerse un pelín ante monstruosidades como los Gigantes de Piedra en el Paso Alto de las Montañas Nubladas, la majestuosidad de las cuevas de Moria o la luz que inunda el bosque de Lothlorien, por mentar las primeras que acuden a mi mente, como siempre, provenientes del gran Tolkien.

Las imágenes que Peter Jackson nos ha implantado en la cabeza de esos parajes, nacidas en su mayoría del inagotable arte de Alan Lee o John Howe creo que pueden, sin embargo, caminar de la mano de muchos de los paisajes que decoran El Libro Lacre. ¿Por qué no?

He de hacer notar que, como el profesor, tengo cierta querencia por los bosques, a los que he dedicado muchos de mis lugares favoritos de Homeria. Algunos más o menos reales, en cuanto a que son de inspiración terráquea, y otros totalmente nacidos de mi torcida imaginación. La mayoría son bosques de latitudes que me resultan conocidas, defecto que asumo y del que culpo a mi mera existencia, a que he paseado por más bosques templados o boreales que tropicales, por citar alguno.

Esto, la génesis realista de los parajes, es característica compartida en algunos de los que he mencionado, o en otros muchos. La razón es la facilidad que, para un autor inexperto, significa tomar un lugar que ya conoce y, cambiándole algún detallito, o unos cuantos, o casi todo, crear de él un nuevo decorado. Pero nunca copio la realidad y la convierto en un paraje homerino. No me parece justo con nuestro mundo, tan diverso, tan maravilloso y tan multicolor. Y, por encima de todo, tan inspirador.

Hoy no puedo despedirme sino deseando, además de felices lecturas, un feliz viaje por todos estos rincones que se hallan a la vuelta del camino. Eso sí, id con cuidado: Homeria no es lugar seguro.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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