Los marineros

En un día como ayer y en un lugar como San Vicente, es imposible no acordarse de los marineros.
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Todo lo que se diga de ellos, de los marineros, esas gentes que tienen a la mar como despacho, como campo de juegos o como camposanto, se queda corto. Seguro que hay más profesiones que entrañan un riesgo parecido, que exigen unos conocimientos similares para lograr algo o que requieren un esfuerzo comparable al suyo, pero crecer en una villa marinera hace que, al pensar en un oficio de relumbrón, el primero que le viene a uno a la cabeza sea el de marinero.

El 16 de julio es el día de la Virgen del Carmen, patrona de las gentes de la mar, ya sean pescadores o mercantes. Los marineros surcan cada día un desierto poblado por monstruos y por bancos de plata, que nunca es igual al día anterior y que, al tiempo, jamás cambia. En la costa, a una milla o en alta mar, han de enfrentarse a lo que conocen y esperar lo que nunca han visto, lo que saben sólo de oídas, proveniente de las palabras de los más viejos.

Libros sobre la mar y los marineros hay a patadas. No voy a descubrir nada nuevo si alabo aquí a Melville, Hemingway, Verne o Stevenson, por nombrar alguno de los autores con novelas marineras más conocidos que acuden a mi mente. Todos ellos lograron sus aventuras tiznadas de una pátina de incertidumbre que ninguna ficción que se desarrolle en tierra podrá conseguir, algo fantástico para quien pretende que el lector pique y no sea capaz de soltarse del anzuelo de su relato.

Alguno más ha caído en mis manos o aterrizado en mis baldas. Entre ellos han alcanzado un lugar en mi memoria títulos como Leviatán o la Ballena, de Philip Hoare, del que recuerdo que me interesó más con cada página vuelta, algo poco usual para un inusitado lector de ensayos como yo. O la serie de La ira de los hombres del norte, de Robert Low, que dejó marcadas a fuego en mí impresiones de la vida vikinga, cantada estos días en tanta serie y película, narrada de un modo especialmente crudo.

Más sobre los marineros:

En El Libro Lacre he incluido, casi sin querer, esbozos de este mundo que reflejan todo lo que me gusta y lo muy poco que sé de él.

Aparece desde el puerto de Verdelineta y las tabernas portuarias, donde Córnel descubre las mareas y conoce a Táred, hasta la batalla de la Reina de las Mares de este último tomo, pasando por la descripción del puerto de Breme y la inclusión en la trama de una familia naviera como los Albaq o el Gran Pescador, Yámim Bat, afamado hombre de mar de otra época que acabó gobernando una ciudad gracias a su fama como el mejor pescador de sus días. Y mucho más, como los más avezados de mis lectores podrán corroborar.

Alguno de esos extractos proviene de relatos ajenos. Otros, de impresiones propias, atesoradas entre lo mejor de mi memoria. Sin alcanzar siquiera el grado de grumetillo, siempre aspiraré ser patrón o, al menos, a poder llamarme marinero ocasional sin deslucir ese nombre.

Las apariciones del universo marinero surgen en El Libro Lacre en particular, y en mis escritos por extensión forzosa, de una manera casi orgánica, sin pensarlo, como aparece el orín en el hierro expuesto a la sal de la mar. Es algo inevitable.

Como el ser alérgico a las imprecisiones que soy, cometer cualquier error al hablar de este maravilloso y aterrador cosmos es para mí un miedo al que, pese a ello, me enfrento con gusto. Sé que los pescadores que tengo el placer de contar entre mis amigos me perdonarán los errores que cometa, si algún día me leen. Y esos tantos otros que no conozco, generosos como todos los de su raza, excepto para compartir el lugar secreto de sus caladeros preferidos, también tendrán misericordia con mis patinazos, como hacen cuando sonríen al ver las vomitonas del debutante que se marea merced a los vaivenes de la mar.

Para todos ellos, por todos ellos y gracias a todos ellos se celebró ayer el día de su patrona, en casi todos los puertos marineros de las costuras de nuestra piel de toro. Aunque en mi terruño particular tengamos otra señora que protege bajo su mantón azul y plata a todos los marineros, no por ello hay que dejar de festejar un día que nos recuerda todo el denuedo exhibido cada día por aquellos que dedican su vida a sacar de la mar o a llevar a su través aquello que el resto del mundo simplemente queremos a nuestro alcance con sólo unas monedas.

Concluiré hoy con un pasaje de otro libro marinero por el que padezco una feliz debilidad, Las aventuras de Shanti Andía, del gran Pío Baroja, que me impactó tanto cuando lo leí que no pude menos que copiarlo por ahí para releerlo y recordarlo de vez en cuando:

«El hombre, en la vida y en el mar, no tiene más que dos caminos: el torcido y el derecho. Mientras se marcha por el camino torcido, es inútil hacer cosas buenas; va uno dando tumbos y tumbos, perdiendo las velas, hasta que queda uno desarbolado. Entonces, lo único que hay que hacer es cambiar de derrotero…, si se puede, porque lo demás es inútil».

Felices lecturas.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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