Los derrotados completan todo relato en el que haya vencedores. ¡Ah, los vencedores, cubiertos de gloria y purpurina, frente a los derrotados, envueltos en bruma y dolor! Continúan su lucha incluso cuando ya ha finalizado la contienda.
Y aunque todos nos identifiquemos (o queramos ser) vencedores, no podríamos serlo si no hubiera derrotados. Así, son mucho más necesarios que los vencedores para que un relato épico, como por ejemplo El Libro Lacre, alcance la compleción que ansía desde sus primeros capítulos.
Como especialista en disgustos, me resultan mucho más interesantes estos personajes que los vencedores y sus ínfulas de superioridad. Esos ya tienen suficientes loas y premios para que su autor ande además dorándoles la píldora. En cambio los derrotados, a veces solos, a veces acompañados por legiones, a veces en equipo, nunca hallarán consuelo suficiente, pues nada hay que sea capaz de reducir su pesar.
La derrota dura un tiempo, por suerte. Si son capaces y se hacen merecedores de ello, los antaño derrotados sin duda se repondrán. Acuciados por la necesidad de dejar atrás tan amargo recuerdo, harán que la siguiente batalla cambie su curso, que Niké vuele hacia ellos para coronarlos con laurel, pues no puede ser de otro modo.
Nada tiene la derrota que ver con la pérdida, más allá de la alergia que nos producen a casi todos. Los perdedores lo son por siempre. Quien nace perdedor (me vienen a la cabeza los protagonistas de «Las uvas de la ira») perdedor morirá. Los derrotados, nada más arrastran ese lastre hasta que llega la siguiente liza, la nueva oportunidad de demostrar su valía. Ese pequeño detalle tiene tal importancia que la propia RAE lo tiene en cuenta en su diccionario, donde no han considerado estos términos como sinónimos.
Pero justo es reconocer que la poesía de la derrota, quizá más bella, es más amarga que la de la victoria.
Salvo para los adeptos de la botella medio vacía, nunca los derrotados serán dignos de canciones o de himnos de alabanza. Los juglares no cantaban la derrota de los caballeros, sino sus victorias y conquistas. Nunca las damas sentían sus corazones latir desbocados de amor por ellos ni les entregaban su prenda, condenándolos además al desamor, como si derrota y soledad fuesen dos compañeros obligados a caminar de la mano.
Más sobre los derrotados:
Pese a todo, hay grandes historias en las que los derrotados tienen, para mi fortuna como lector, grandes papeles. Probablemente sea Kafka quien más admiración me suscita al escribir acerca de las derrotas de sus personajes, lindando ―y no por poco― con el fracaso. Otra gran palabra, por cierto.
Volviendo a nuestros protagonistas, me resultan especialmente inspiradores los introspectivos, los que miran dentro de sí mismos y analizan ese lance del juego que les quita el sueño, intentando, como optimistas inveterados, que no se repita en la próxima ocasión. Son científicos de la derrota: la diseccionan, la estudian, la justifican y la odian para terminar asegurándose a sí mismos ―mintiéndose, pues nunca lo sabrán con certeza― que no volverán a estar bajo su capa cenicienta y pesarosa.
Hay derrotas tan memorables que se graban en nuestra memoria colectiva superando lo que hubiera sucedido si la fortuna hubiese señalado a otro lado. Entre esas, acuden a mi cabeza la heroica resistencia en las Termópilas o la imagen que ilustra estas letras.
En una sociedad estúpida como la de los últimos tiempos, que intenta convencernos de que todos pueden lograrlo todo y que si no lo consigues eres poco más válido que una bosta de vaca, hay además gentes que creen ser derrotados cuando en realidad solo son caminantes de la vida.
No todos los reveses son derrotas. Algunos incluso son necesarios, convenientes, para saber dónde estamos y valorar lo conseguido en otras lides en su justa medida.
No todos estamos señalados para ser líderes. Algunos seremos soldados de a pie. No hay deshonra en ello. Que esos legionarios del universo tengan en cuenta una cosa: sin soldados bajo su mando, ningún general ganó jamás batalla alguna.
Pero, más allá de filosofía cervecera con cinco minutos de gestación, mi intención cuando inicié esta entrada era únicamente dedicar estas letras a los personajes derrotados, imprescindibles para cualquier novela mínimamente épica, infinitamente más humanos que los vencedores y que, por qué no reconocerlo, resultan mucho más simpáticos a quien suscribe.
A todos los demás, insignes derrotados o afortunados vencedores, felices lecturas.
Imagen: «El escudo arverno», R. Goscinny & A. Uderzo


