Creo que ya he dicho alguna vez (aquí, en las presentaciones, en las entrevistas o en las tabarras que soportan mis amigos) que uno de los motivos principales de la existencia de «El Libro Lacre» es mi curiosidad acerca de cómo resultaría un mundo sin religiones. Y, puestos a imaginar ¿qué serían las religiones sin esperanza?
Una religión aporta tantas cosas a la sociedad que la crea, difunde, combate, guarda o desprecia que hay hasta estudios particulares de la cuestión, de los que soy un lego absoluto. Mi roce con las religiones en «El Libro Lacre» es a nivel usuario, según lo leído y sentido en carnes propias. No hay en mis palabras ni el más mínimo intento de adoctrinamiento.
Así, en una religión (dicho así, en modo genérico), nacida quizá de la necesidad de los humanos de explicar lo inexplicable, encuentro siempre un considerable componente de esperanza.
Esa esperanza va, no puede ser de otro modo, de la mano de la fe. Tras germinar en el creyente, a costa de lo que sea, la fe en aquello que nuestros sentidos o nuestra ciencia no logran entender, el susodicho debe tener esperanza en que eso que le explican que proviene de un ser superior a él y mejor que él. Ha de creer en ese dios (o esos dioses), cimentado en su mundo en forma de esa religión, que proporcionará a su humilde existencia algo que en el día a día está lejos de su alcance.
No me refiero aquí únicamente a la promesa de ese paraíso (con sus múltiples nombres y formas, adaptado cada uno a cada sociedad; en Homeria es el Quasaito) que casi todas exhiben, sino también a lo que procuran mucho más cerca: compañía, abrigo, comprensión, confianza, solidaridad, cariño, un oído amigo, una mano auxiliadora, un plato de comida caliente o un abrigo en tiempo frío… Tales bondades proporcionan al acólito, entre otras maravillas, una gran esperanza.
Es tan poderoso el concepto que, en contra de toda una ciencia como la señora Estadística, millones de personas se amarran a la esperanza como medio para que su vida sea menos mísera, agarrados a excusas como las loterías. Da igual que a un jugador le demuestres las escasísimas probabilidades de que toque el premio: para él, la esperanza de resultar agraciado siempre primará sobre la visión pesimista del que cree que nunca ganará nada.
Esta clase de esperanza no necesita de llegar al fin terrenal para dar resultados, sino que con un único toque de la diosa Fortuna puede resultar suficiente y disfrutar de sus consecuencias en esta vida, a diferencia de esa esperanza en un futuro eterno mejor, la que promulgan las religiones. Es una esperanza intermedia, por así decirlo. En base a este tipo de esperanza, engañifas milmillonarias a lo largo y ancho de todos los mundos se han gestado, se siguen y se seguirán gestando.
Más sobre la esperanza:
La esperanza de disfrutar algún día esa inmortalidad perfecta que vendían los profesionales del culto como si les fuera la vida en ello 😉 superaba incluso a los grilletes del señor, del amo, del rey o quien fuera que vivía de la esperanza ajena para perpetuar su estatus.
Nada importaba la dureza y el hambre del día de hoy, si el mañana iba a ser un eterno banquete. Daba igual que tu familia pereciese de agotamiento o enfermedad, porque estaría aguardándote, amante, feliz y lozana cuando murieses… Eso sí: no se te ocurra morir a propósito, porque entonces tendrías vetada la entrada a ese parque de atracciones imperecedero. No, sigue trabajando para el poderoso, hasta que la desgracia acabe contigo como hizo con millones de creyentes como tú.
Será por esto que las religiones y los poderosos siempre han estado bien avenidos.
Claro que, en esos momentos en que se ve lo más bonito (no es el adjetivo más certero, pero es tan global que le va al pelo), lo único bonito para algunos, de las religiones, uno se olvida por fuerza los problemas que han ido arrastrando la mayoría de cultos, especialmente hablando en términos históricos. Han causado guerras (la expresión guerra santa se me antoja aterradora), han provocado genocidios y discriminaciones, han creado ambientes de terror instaurado y demasiadas veces institucionalizado para gran parte de una población que, vete tú a saber por qué, no comulgaba con esa religión. Desde esa óptica, la esperanza queda un poco empequeñecida.
En mi pequeño mundo inventado, por darle credibilidad, decidí que hubo años atrás una guerra, llamada de las Sagradas Letras. Esa contienda provocó un punto de partida para un cambio que no se ha dado en el nuestro: que una serie de sabios, locos, mandatarios o envidiosos decidieron que las religiones, necesarias hasta entonces, debían dejar de serlo. Habían causado más males de los que evitaban. En esa idea decidieron cortar el mal de raíz, relegando su práctica únicamente a una pequeña región. Les salió bien.
¿Aumentó eso la esperanza? ¿Mejoró acaso la vida de los homerinos? Lamentándolo mucho, no responderé a eso aquí. El curioso satisfará su picazón con la lectura de las novelas, de las que se me permitirá no hacer más avanzadillas. Pero sí he de resaltar que el ser humano de Homeria, como la hiedra que trepa hasta por los lugares más inhóspitos, se adaptó y medró, continuando su vida. De otro modo, claro, pero sin sucumbir al desaliento.
A medida que la trama de «El Libro Lacre» avanzaba, mi planteamiento inicial se vio vencido, página a página, por la emoción y la inmediatez de la aventura. Pero siempre estuvo ahí y, de hecho, alguno de los hitos más relevantes de los libros permaneció motivado en esa circunstancia de la ausencia de religiones. No es que me olvidase de la cuestión, ni mucho menos. Simplemente la acción trepidante ganaba la batalla a la sesuda reflexión inicial y al desarrollo de sus consecuencias.
Así, tengo que decir que, incluso en un universo como Homeria, en el que las religiones son lo que son, muy poco, la esperanza siempre está ahí, la que viene con ellas o la que nace de cualquier otro recoveco del alma, por estúpida que sea. Quizá sea esta una de las armas más poderosas de las religiones: su capacidad para hacer que la esperanza anide en todos los corazones.
Considero que la esperanza es uno de los más grandes motores para la acción en cualquier novela, en cualquier historia, real o inventada, junto con otros, como la curiosidad o el amor, por citar alguno (esto daría para muchas conversaciones). Su ausencia en el universo literario, sea la esperanza del color que sea, crea personajes blandengues, marchitos, que nada más dejarán que los días se sucedan sin ganas de vivirlos, pues ¿para qué?
Nadie quiere ser un personaje marchito. Ni escribir sobre ellos.
Felices lecturas.
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