Las enfermedades mentales

No sé cuántas veces van ya que he visto Joker y, pese a ello, no deja de impresionarme en cada ocasión el modo de mostrar al mundo una enfermedad mental y su conversión en una patología criminal.
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Son muchas las razones por las que me siento atrapado por la enfermedad de esta película: la increíble (podría poner mil adjetivos más, pero ninguno alcanzaría a lo que pienso) interpretación de Joaquim Phoenix, superando la que creía imposible de vencer que nos regaló años antes Heath Ledger; el ambiente oscuro, sucio y deprimente hasta el asco que se respira, tan acertado; la música, con esos golpes de lo que creo que es un chelo, que dañan los oídos y rasgan la mente hasta desangrarla; la ironía de la contraposición de la idea de las risas con la de la muerte; la desesperación de los desamparados frente al desprecio de los despiadados; el gancho de las grandes historias de superhéroes que casi todos padecemos; esas escaleras umbrías (mi siguiente viaje a Nueva York tiene una parada segura) que saltan de la pantalla, especialmente cuando el protagonista las usa como escenario para una danza memorable; la brutal soberbia de los que se creen sanos frente a los que padecen alguna enfermedad mental y les niegan su ayuda…

Cada minuto que siguiera pensando tendría una nueva razón para añadir a esta lista.

La última quizá sea de las que más reflexión necesitaría si cada uno fuéramos como el resto del mundo merece que seamos, o como nosotros mismos decimos que somos. En una época en que nos venden que han descriminalizado las enfermedades mentales, pero siguen siendo un estigma que aún no ha encontrado la debida voluntad de cura, observar durante dos horas uno de los más crudos ejemplos y sentir en nuestras venas cómo late su corazón y desvaría su mente es quizá el mayor avance a nivel global que la percepción de su situación ha experimentado en los últimos cien años.

Otra maravilla del cine, aunque venga de la mano corrupta de Hollywood, aunque dure poco, como todo.

Más acerca de las enfermedades mentales:

En mis historias hay gente que necesita de ayuda psicológica, sin duda. Todos lo estamos, en algún momento, aunque esto no significa que cualquier pequeña piedra en el camino haya de ser diagnosticada y tratada por un profesional. Las buenas y malas rachas existen y existirán, para todos y para siempre.

Respecto a mis creaciones, no soy quién para categorizar lo que sucede a mis personajes y decir si llega al nivel de enfermedad mental o no. Eso se lo dejo a mi primo. Tampoco son creados así de manera consciente, salvo casos contados. Todo está supeditado a la coherencia de la historia y a la necesaria evolución de cada participante del relato.

Si un personaje con contradicciones, con dudas, con un amplio abanico de sentimientos y percepciones no hace sino enriquecer una trama, cuando esas características alcanzan la categoría de enfermedad obligan, incluso a su autor, a tratarlos de manera diferente. El carácter, que no la caracterización, del personaje puede rozar o sumergirse en el desierto de la enfermedad mental, sólo si el autor tiene la capacidad de tratarla con el respeto, la brutalidad, la sinceridad o la compasión que merece. Nada más lejos de un diagnóstico.

¿Y qué hace que sea una cosa u otra? En mi caso, de nuevo, la propia historia. No había ala de psiquiatría en los hospitales de Homeria. ¡Casi no había ni hospitales o, por llamarlos como entonces, casas de curación! Y como la hermana menor de la familia de las enfermedades, las mentales siempre van a rebufo de las físicas. Esto ha sucedido así en todo tiempo y en todo lugar, incluso en las novelas de fantasía.

He ahí, por tanto, que aquellos incautos presos de alguna enfermedad mental en Homeria, crecen y sufren como los padecimientos por hemorroides: en silencio. En esto, mi escenario no difiere mucho de la realidad. Los débiles, los niños o los desvalidos no sólo son maltratados hoy como siempre, abandonados a su suerte tantas veces, como se muestra tan acertadamente en Joker, sino que lo continúan siendo, pese a todo el buenismo que nos invade.

Los personajes de El Libro Lacre no pueden permitirse pararse a pensar en cómo se sienten, en cómo mejorar su existencia o en cómo enfrentar o sortear las trampas de cada día. Antes han de ocuparse del brazo que acaban de cortarlesen una batalla o de si tienen las bubas de la peste naciendo en sus axilas.

Imagino al Joker en Homeria. ¡Qué gran personaje, si pudiera robarlo! Pero éste, el de la película que acabo de ver, temo que no sobreviviría ni a la primera batalla. Tampoco duraría más allá de una semana inmerso en la vida cotidiana homerina, o de cualquier poblado medieval, por poner un caso más terrenal. Digan lo que digan los fervientes seguidores del murciélago y sus malvados, estoy bastante seguro de lo que acabo de escribir.

La crueldad de los moradores de mis páginas para con todo lo que no tienen lazos de sangre o filiación con uno mismo, los pocos miramientos con el que es diferente y no tiene la decencia de esconderlo, o la inhumanidad necesaria cuando el propio mundo también lo es, convierten la consideración hacia un enfermo mental en un lujo al alcance de muy pocos. Y aquellos que pueden permitírselo, de normal son los que más alejados están de ser tan piadosos.

La idea de que todos los enfermos, sea cual sea su enfermedad o su condición, merecen el mismo cuidado, es algo relativamente reciente, algo que aún no ha calado en todos. Ni, para desgracia de todos, creo que lo haga nunca.

Felices lecturas.

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Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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