La soledad

Por mi manera de ser y por el modo en que se ha desarrollado mi existencia, la soledad y yo somos viejos conocidos.
251107 soledad

Es por eso que escribir sobre la soledad es para mí como hablar de alguien a quien conoces de toda la vida. Este viejo amigo acudió a mi cabeza para que le dedicara esta entrada al pensar en los días que espero vengan, los más inmediatos, dedicados al nuevo proyecto.

En tanto los dos proyectos pendientes de ver la luz siguen su curso (¡qué lentos van, por Tutatis!) esta semana estaré dedicado casi en exclusiva al nuevo manuscrito. Y eso significa que, de un modo u otro, estaré inmerso en la necesaria soledad del escritor.

Acabo de escribirlo y no había terminado de teclearlo cuando caigo en que quizá no sea así para todos. Tal vez otros escritores disfruten de la compañía de alguien mientras se dedican a sus creaciones. Tal vez así se inspiren. Tal vez las segundas lecturas comiencen al tiempo que se escribe. No es mi caso.

Para alguien que sintió el confinamiento como si fuera simplemente un fin de semana largo, es de lo más normal dormir abrazado a la soledad y caminar con ella al lado. Para escribir, necesito que esté a mi vera, susurrándome al oído lo que algunos llamarían inspiración o precisamente la falta de ella, cuando llegan los atascos.

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Y es que, pese a que la soledad sea una de las grandes desgracias de nuestro tiempo, eso solo sucede cuando a esa circunstancia se le añade un adjetivo negativo: no deseada. Las imágenes de ancianos, que siempre suponemos que estuvieron toda su vida ayudando a alguien y, cuando les toca recibir su parte, se quedan sin nada, son asquerosamente comunes. En lugar de tener alguien que cuide de su bienestar o simplemente los acompañe en sus últimos pasos, algunos, demasiados, terminan abandonados en sus casas o expulsados de ellas, olvidados en residencias sin alma cuando no es eso lo que quieren o ―esto es lo peor y, por desgracia, habitual― en la puta calle.

Pocas cosas hay que nos hagan ver más lo miserables que somos que la imagen de un anciano desvalido empujando un carrito de supermercado repleto con sus enseres de un cajero al banco del parque, desde su residencia de noche a su casa de día. Y solo. Quizá, con algo de suerte, acompañado por algún perrito que, tan solo como él, fue recogido tiempo atrás para vivir juntos los días que les queden.

Mirar esos rostros ajados por mil causas o hablar con esas mentes tan maltratadas nos hace ver el peor rostro de la soledad, el malévolo, implacable y, casi siempre, invencible. Ahí puede uno ver lo peor de la humanidad: si maltrata hasta el exterminio al que está lejos y casi no nos importa, qué no hará con estos solitarios tan cercanos.

El mundo ha cambiado una barbaridad en estas últimas décadas. Antaño, uno envejecía en familia, arropado en sus últimos días por aquellos a quienes orientó en sus primeros. Era algo tan indiscutible como lógico. Hogaño, se tiene suerte si uno puede pasar las últimas hojas de su calendario en posesión de sus facultades, en el lugar que quiere y con la compañía que desea. O en soledad.

La otra soledad, la que se busca o si acaso la que no molesta, debe ser mirada con otros ojos. Puede ser placentera, vivificante e incluso necesaria. Es en soledad cuando algunos espíritus se reconstruyen, se encuentran a sí mismos o dilucidan cual es la mejor solución a ese problema que siempre acucia. En soledad se encuentran caminos, se abren posibilidades y se cometen errores. En soledad tienen lugar los mejores inventos y se cometen las peores aberraciones.

Meditando acerca de todo ello, no negaré que es la soledad un campo de cultivo fantástico para personajes con alma, algo imprescindible en este gremio. Acompañado de la soledad es cuando a menudo se define un carácter y, por tanto, madura un personaje. Muchos de los figurantes de mis obras han pasado algún periodo en soledad, algo que, como parte del Camino del Héroe que dibujó Joseph Campbell es imprescindible para el renacimiento y posterior triunfo en su aventura.

De todos es sabido que en ocasiones es mejor estar solo que mal acompañado y aunque recurrir al refranero no es algo que use habitualmente, en este caso era inevitable. No queda más para finalizar esta digresión y regresar a mi propia soledad creativa que alabar la soledad voluntaria, renegar de la soledad indeseada y cultivar la soledad productiva.

Felices lecturas.

Imagen de Eduardo Noriega

Eduardo Noriega

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Natural de San Vicente de la Barquera, Cantabria, de las leonesas tierras del Órbigo y de otras partes del mundo por donde he ido dando tumbos…

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